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“No hay nada mejor en esta vida que tú…

La guerra, los totalitarismos y el descontrol político son siempre una putada. Pasan los años pero uno nunca olvida, sobre todo cuando en tu país natal parece que no dan tregua. Puede que todavía quede algo de aquel muchacho sirio que llegaba a España a finales de los ochenta. Mohamed Ali Tamer vino a la Universidad de Granada a estudiar Hostelería y Turismo mediante una beca que le concedió el gobierno de su país. Tiempos difíciles en aquella última etapa que vivió de lucha, de revolución y de intentar cambiar el mundo. Pero cuando regresó después de aquel primer año en el antiguo califato, se encontró que las calles que le vieron crecer no tenían cabida para su mentalidad. Y tocó volver a la esquinita mediterránea donde metafóricamente vive el sol. Una semana durmiendo en las calles de Aguadulce, empleado en el cine de Juan Asensio, dependiente en Carrefour, conductor, intérprete, educador en un centro de menores y mediador en CEPAIM. 36 años casi en el exilio. Nada baladí.

Ali no quería hacer el servicio militar. En Siria, es obligatorio de por vida y no lo hizo, su nombre está en la frontera de su tierra y así seguirá a no ser que pague una cuantiosa cifra. Por miedo a las represalias y por las condiciones adversas que presenta la vida para un joven que se sentía como un niño grande en una tierra completamente desconocida y casi en las antípodas culturales de su país. Como anécdota recuerda que pasó el primer mes comiendo pan y latas de atún porque estaba completamente seguro de que aquello no llevaba cerdo. Ali recuerda entre risas, estas situaciones que se le presentaron por novato. 

¿Cómo te reporta a tu vida el ayudar a otros?

A mí me hace sentir una persona válida en todos los aspectos de mi vida, es increíble lo que los jóvenes te pueden enseñar. Quizás la emoción más grandes es cuando veo que he podido ayudar a alguien y que con el tiempo tiene una buena vida, está bien. 

Una pausa para tragar salida y mediar con las emociones para continuar: “es una sensación y una emoción tan grande la que me produce que uno no puede describir. Es triste ver cómo las familias se resquebrajan o vienen los menores al programa de dos años de asilo político, los niños caen en nuestras manos y luego son capaces de encontrar un trabajo, una casa donde vivir… Durante esos dos años que como máximo pueden estar con el asilo humanitario, trabajan pero les quitamos una parte proporcional de la ayuda para dárselo a otros.»

El trabajo no es fácil. Ali expresa con un nudo profundo en la garganta algo que no puede terminar de superar: «Todavía me cuesta mantener la distancia a la hora de querer ayudar a alguien pero sé que es bueno para mí. Tengo 56 años y yo trabajo así, es difícil que pueda cambiar ese sentimiento porque siempre me pasa. 

No hay nada mejor en esta vida que tú vayas al trabajo contento y que se te pase tan pronto el tiempo que cuando te tengas que volver a casa te sorprendas. Es algo indescriptible”.

Ali trabaja en el centro CEPAIM de Roquetas de Mar desde 2017, su vida empezó a mejorar cuando obtuvo los títulos de idiomas oficiales (árabe, español, inglés). Antes, ya había trabajado como mediador con la Policía y la Guardia Civil durante las operaciones de verano de recepción de migrantes. Por otra parte, el ‘Máster en Intermediación Cultural’ de la Universidad de Almería le permitió acceder a las prácticas en el Distrito Sanitario del Poniente como Mediador Sociosanitario, una figura que durante un tiempo facilitó la vida de los sanitarios, un buen trabajo para Ali que duró poco. 

“En esa época, esta figura era algo nuevo y recorrí varios puntos de España, como Toledo o Madrid, para explicar en qué consistía nuestro trabajo. Todo el personal sanitario se dio cuenta de nuestro valor y nos convertimos en figuras indispensables.

En 2010, ya con 1 niño, con la crisis económica, se me acabó el contrato y me volví al cero. Monté una asociación de inmigrantes en Níjar, prestando este servicio de interpretación con otra chica marroquí. Ella se quedó con la asociación porque yo vivía en Almería y era tedioso ir todos los días hasta el campo de Níjar. Nunca he estado parado. Me fui a un centro de menores en Huercal Overa, ’Saltador’. Donde acogen MENAS hasta los 18 años. Y menores en conflicto social, había extranjeros y también españoles. Estuve ahí hasta el 2016. Con esos niños lo que hacíamos era convivir. Los niños en conflicto social no eran completamente libres, por así decirlo.  Sus padres estaban en la cárcel, o madres que no han cuidado bien a sus hijos y asuntos sociales se los han quitado… Teníamos que reeducarlos, era muy duro. A los niños se les castiga con las salidas, si no querían comer pues la comida se les ponía para la cena… He sido incapaz de actuar así con mis hijos”.

En su lugar de trabajo unos souvenirs con la bandera siria a pesar de que tuvo que renunciar a su nacionalidad en 1992 para abrazar la española todavía siente un gran amor por la patria donde creció. La comunidad y la pertenencia son sentimientos que calan hondo en cada uno de nosotros. “Hay unos estudiantes de intercambio sirios de buenas universidades de pago en la Universidad de Almería y cuando vienen a mi casa y preparo comida típica de mi país se ponen muy contentos y me están muy agradecidos. Recuerdo como una familia hacía lo mismo conmigo cuando era un estudiante en Granada. Cuando era estudiante me dediqué a buscar a todos los compatriotas que había en Granada y eran unos 225 a día de hoy serán unos 4000. En Roquetas por ejemplo hay 35 refugiados, el conflicto que hay en Siria con todos los intereses geopolíticos sobre el territorio, no tiene nombre”. 

Ali se despide sonriente con la actitud cordial y amable que ha mantenido durante toda la conversación, el ambiente de trabajo es relajado y distendido. Un lugar amable en una primera toma de contacto para aquellos que buscan asilo humanitario o están sujetos al programa de protección internacional. 

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Latinoamérica

«Era vivir o morir, no podía rechazar ningún trabajo»,…

Mery Sandoval lleva tantos años en España como los que tenía cuando partió de Quito (Ecuador) a conocer el viejo mundo. Era la primogénita de 3 hermanos y quería viajar más allá de las montañas donde había crecido. Su falta de experiencia le jugó una mala pasada, pero su actitud ante la vida y el apoyo incondicional de su marido la llevaron de la supervivencia al empoderamiento profesional y personal.  

Es agosto en la ciudad y los almerienses han cambiado el asfalto por una pequeña parcela en la playa, no para todos es este privilegio. Los pequeños comerciantes, los bares y restaurantes ofrecen sus servicios a los valientes que se atreven a salir a la calle. La protagonista recuerda como tras la pandemia las vecinas del centro apoyaron a los comercios de barrio y así se hizo una brecha de luz en tiempos de tinieblas.

Ahora con la perspectiva del tiempo Mery puede sentarse en la mesa de un café y narrar su historia no sin que los ojos se le llenen de agua con algunos recuerdos. “Mi madre había hipotecado su casa para pagar mi pasaje a España, costaba unos 1500 dólares y en 2003 aquello era mucho dinero. Pasé los primeros meses en casa de una amiga de mi madre en Cataluña pero me costó mucho encontrar trabajo, no tenía papeles, ni sabía que era eso.”

Al principio ¿Cómo se ganaba la vida?

Una tía mía supo que lo estaba pasando mal en Cataluña y fui a vivir con ella a Murcia. Allí trabajaba en el campo. Era vivir o morir, no podía rechazar ningún trabajo.

“En Murcia conocí a una familia de Berja que me dio trabajo como interna”. Sin entrar en más detalles, la mujer toma aire y se lleva un mechón de pelo hacia atrás para concluir: “no tenía gastos, pero era muy duro”.

Para comunicarse con su familia gastaba 5€ en 15 minutos de llamada, el equivalente a una hora de trabajo como cuidadora. Aunque a los pocos meses de estar en España, Cristian, su pareja, vino a la Península hasta un año después no pudieron vivir juntos.

Mery regresó a Ecuador en la Navidad de 2009 para acompañar a su padre en su último viaje. «Fue muy triste. Tuve que endurecer mi corazón y ser más fuerte que nunca».

¿Y la crisis de 2008?

Un palo muy grande, porque habíamos conseguido comprar un piso y en 2010 tuvimos que dejar todo y regresar a Ecuador. Mi marido pidió una excedencia en el trabajo de 3 meses y yo estuve allí dos años con mi madre pusimos un pequeño negocio de comida típica ecuatoriana, pero sentía que ya no era mi sitio. Mi madre me decía que ya había hecho mi vida en España y que tenía que seguir adelante.

Además, cuando me preguntaban qué había estudiado en España, yo pensaba no he tenido tiempo de estudiar, he tenido que trabajar para salir adelante. En Ecuador, para cualquier trabajo te exigen mucha formación, no es como aquí que puedes trabajar en una cocina, en el campo… Reflexioné mucho durante aquellos dos años.

Pensé que nunca había viajado a Francia, por ejemplo, que estaba tan cerca; que solo había trabajado y ahorrado para enviar dinero a la familia, para los imprevistos que surgían…

¿Cómo fue volver a empezar en España?

Cuando regresé apenas tenía contacto en la agenda, ni nada pero fui a hacer una entrevista como ayudante de cocina, no pensaba que me fueran a coger, pero sucedió, no iba a decir que no.

Mery volvió a España y metió la cabeza en los libros, así finalizó los dos primeros años de magisterio infantil. Durante un tiempo compaginaba los estudios y el trabajo hasta que el cansancio físico y la falta de conciliación hicieron que la ecuatoriana se planteara una nueva meta. Así se aventuró en un nuevo sector, la moda.

“Hace tres años que empecé con una franquicia, al principio ves el lado amable, pero veía que la ropa que me mandaban no encajaba en la zona y poco a poco empecé a poner algo de mi ropa. La verdad que me ayudó mucho una amiga, que tenía una franquicia con la misma empresa en Berja. Me di cuenta que la ropa que yo traía se vendía primero y que no era tan importante que tuviera un precio bajo, si no que la prenda gustara. El viernes antes de que nos confinaran casi voy a comprar más ropa, pero mi marido y Sole me frenaron y gracias a Dios, emprender significa meterte en gastos.”

A los 9 meses de que el negocio empezara a ir bien en la calle Castelar, llegó el confinamiento, un tiempo que le sirvió a la comerciante para trabajar en sí misma, abrirse a relacionarse con las vecinas, crear comunidad. La gente se volvió al pequeño comercio, en ese momento empecé a traer poco a poco tallas grandes, pero tengo para todos los cuerpos”.

La tienda tiene una fachada rosa y una bicicleta de forja en la entrada, Cris y Mery se encargan de todo. “Te presento a mi electricista, mi fontanero, mi pintor, mi albañil…”, la mujer suelta una carcajada y su marido responde con otra sonrisa.

A pesar de lo logrado, siempre hay nuevos horizontes y viejos caminos por descubrir. “Quiero tener mi carrera, aunque tenga 45 años”, dice la autónoma. A día de hoy su autoempleo le permite hacer una escapada a los pueblos de la sierra los fines de semana, trabajar sin horarios, pero trabajar para ella.  

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